opinión

17.06.2014

Ilusión a 24 fotogramas por segundo

por José Manuel Albelda

El Cine es ilusión. Ilusión de movimiento.

De todas las ilusiones del arte, el Cine nos ofrece aquellos espejismos que yo considero más valiosos. Y más bellos. Esto sucede no tanto porque estos espejismos sean ilusiones con vocación de permanencia, de eternidad, sino porque a diferencia de otras artes que se expresan a través de la acción, de vibraciones ópticas y acústicas como la Danza, la Música o el Teatro, la ficción del Cine tiene un carácter más objetivo, más definitivo.

Ninguna escucha de la Quinta Sinfonía de Mahler es objetiva, como tampoco es objetivo el disfrute del ballet Romeo y Julieta de Prokofiev o del Tío Vania de Chéjov: cada nueva representación de una partitura, una coreografía o un texto teatral siempre es distinta de la representación precedente. A veces radicalmente distinta. Esto es así porque la Música, la Danza y la Dramaturgia se hallan sujetas a una ejecución variable en el tiempo y el espacio por parte de los músicos, bailarines, actores, coreógrafos y directores, fluctuantes en la ejecución del arte, siempre irrepetibles, siempre imprecisos, gracias a la intervención de las Musas. Si yo digo, por ejemplo, que el Lacrimosa del Requiem de Mozart me parece delicioso, con sólo decirlo, a la fuerza, tengo que asumir una ambigüedad comprometedora. Porque, ¿a qué Lacrimosa me estoy refiriendo? ¿A uno de los muchos Lacrimosas - transparentes todos ellos - que dirigió Karajan a lo largo de su vida, o al apasionado Lacrimosa del Requiem que orquestó Karl Böhn para la Deutsche Grammophon en el 84? ¿Me estaré refiriendo, acaso, a cierto Lacrimosa pleno de anhelo que brotara de la batuta del maestro Leonard Bernstein en 1989? Lo que quiero decir es que existen tantas ejecuciones escénicas como posibles representaciones puedan concebirse a partir de los textos originales de su creador. Las mil quinientas Novenas Sinfonías de Beethoven (¿son sólo mil quinientas?) que se han registrado a lo largo de los siglos XX y XXI en grabación estereofónica no se parecen en nada entre sí. Surgen, pues, infinitos espejismos y réplicas a partir del origen creador, infinitas ilusiones, matices, configuraciones, cada cual más subjetiva. Juan Sebastián Bach se hubiera sorprendido considerablemente si hubiera podido imaginar lo distintas que suenan en nuestros días sus composiciones respecto a cómo se interpretaban en el siglo XVIII.

Esta indeterminación, este devenir incesante, esta falta de objetividad respecto a la obra creada, no sucede en el Cine.


La quimera del oro, El Padrino, La strada y El mago de Oz, por poner cuatro ejemplos portentosos de espejismos en movimiento, es decir, de ilusiones, son obras eternas en tanto son obras de arte definitivas que están acabadas y que lo están para siempre. Más aún: están tan terminadas en su ejecución como lo pudieran estar El dormitorio en Arlés de Van Gogh, Los Miserables de Víctor Hugo o El pensador de Rodin. A ninguno de estos milagros puede añadírseles ni quitárseles un ápice. Podemos, sí, especular con diferentes interpretaciones alrededor de lo que significa cada uno de ellos. Por lo demás, cuando nos referimos al Séptimo Arte, cada alumbramiento de un cineasta-artista es tan categórico que ninguna película que haya sido glorificada ya como obra clásica, en el sentido en que todos entendemos el término "clásico", admite modificación alguna con posterioridad a su consagración; podrá objetarse que grandes obras fílmicas a lo largo de la historia han sido objeto de remakes, e incluso de drásticos remontajes: el Apocalyse Now Redux de Coppola es un paradigma en este sentido, así como el Metrópolis de Lang coloreado y musicalizado por Moroder, como también lo es el Amadeus extendido de Forman, por no hablar del caso de Ridley Scott y de las perennes modificaciones de su primigenio Blade Runner. Con todo, hablamos al fin y al cabo de intervenciones sobrevenidas en el metraje, de experimentos acometidos a destiempo por una mano negra enfundada en un guante con espurios intereses: si un cineasta, un autor, por las razones que sea, no está satisfecho con el resultado de una obra concreta, yo le propongo que hable, que exprese su descontento en el momento del alumbramiento de su criatura; si no, que calle para siempre.


Los denominados director's cut, desde mi punto de vista, son subproductos, sucedáneos, afluentes, bastardías, en ningún caso obras genuinas, incluso aunque hipotéticamente pudieran ser superiores en coherencia y belleza respecto a la versión primeriza del film. El Cine difícilmente admite segundas oportunidades, ni tampoco correcciones demoradas. Para bien o para mal, la matriz original de una película, nuestro Ciudadano Kane, nuestro Ladrón de bicicletas, nuestro ¡Qué verde era mi valle!, nuestro Vértigo, pero también nuestro Rompiendo las olas, nuestro Shame, nuestro Origen, seguirán existiendo como conceptos y como objetos tal y como fueron concebidos en su principio, intactos, inmortales, sin que puedan experimentar ya mutaciones relevantes en su esencia. Esto es lo que quiero decir cuando digo que el Cine, ilusión de movimiento, es el espejismo más objetivo de todas las artes.

Dicho esto, el Cine, bendito flujo de 24 fotogramas por segundo, no sólo es ilusión de movimiento. También es ilusión en movimiento.

Afortunadamente, "ilusión" es una palabra rica en matices.

Según el diccionario, una "ilusión" (del latín, etimológicamente, "ilusio, -ionis": 'engaño') implica la interpretación errónea de un estímulo real procedente del exterior: en este sentido decimos que el cine es ilusión de movimiento; porque, a nuestros ojos imperfectos y lentos, los espejismos del cinematógrafo simulan un desplazamiento fabuloso de formas y volúmenes aunque en realidad acontezca una sucesión vertiginosa de instantes congelados de tiempo. Gracias a esta pereza ocular nuestra obtuvimos la Llegada del tren a la estación de La Ciotat de los hermanos Lumiere y todo lo que después ha sobrevenido. Bendita, bendita interpretación errónea la nuestra.

Por otra parte - continuando con el diccionario en la mano -, "ilusión" significa una esperanza depositada en alguna cosa cuyo complimiento nos parece atractivo: así, como querríamos volar por el cielo sobre una bicicleta "california" a la luz de la luna y no podemos, y como querríamos besar a una muchacha llamada Escarlata O'Hara con aquel resplandor bermellón de la ciudad de Atlanta iluminándole el rostro y no podemos, por razones como éstas existen ET, el extraterrestre y Lo que el viento se llevó. Bendita, bendita esperanza la nuestra.


Por último diremos, antes de depositar el diccionario en su lugar correspondiente, que "ilusión" representa aquella complacencia que sentimos en la realización de una determinada cosa: en este caso, sentarnos en la penumbra de una sala de cine. Sentarnos únicamente a observar, por puro disfrute. Gracias a este deleite derivado de nuestra ancestral curiosidad pasiva, brotaron maravillas como la era silente del cine (Amanecer de Murnau); milagros como el desarrollo del sonoro (Remordimiento de Lubitsch); portentos como el cine negro de los 40 y 50 (Tener y no tener de Huston); artefactos mágicos como los efectos especiales, el Technicolor y el Panavisión (2001: odisea espacial de Kubrick); erupciones como la música en gloriosa alta fidelidad, (West Side Story de Robert Wise); y portentos del hiperrealismo como las proyecciones en 3D (el Avatar de James Cameron). Bendita, bendita complacencia la nuestra.

Bien. Conforme a la segunda y tercera acepción del término "ilusión", afirmamos que el Cine es ilusión en movimiento: porque necesitamos creer; queremos creer; amamos creer. Si existe algo que de verdad nos enajena de nuestra propia realidad, algo que nos agita, que nos desplaza de lo que somos y nos transporta a otro plano de conciencia, ese algo es el Cine.

Hace décadas, alguien bautizó a Hollywood, y por extensión a todo el Séptimo Arte, como "la fábrica de sueños". Yo diría, más bien, que el Cine es una "fábrica de ensueños", es decir, de ilusiones confeccionadas por otros (los guionistas, los actores, los realizadores, los productores, los técnicos), ensueños que han sido alumbrados a la vida en virtud de las leyes del Séptimo Arte y que por fin han ascendido a ese nirvana que es la gran pantalla; gracias a estos ensueños, nosotros, los espectadores, reactivamos nuestra propia ilusión menguada, tan anestesiada por el día a día.

Calderón de la Barca tenía razón: vivimos dormidos.

Yo no sé si esta verdad de Calderón es buena o mala; sólo sé que necesitamos dormir aún más, dormir los ensueños de otros, dormir para no perder la cordura. Aquí es donde entran en juego las películas.

El Atticus Finch del film Matar a un ruiseñor de Robert Mulligan lo formuló de esta manera: "uno no comprende realmente a una persona hasta que no se mete en su piel y camina dentro de ella". Ninguno de nosotros, espectadores, seremos nunca Atticus Finch, pero lo que si podemos es introducirnos en los zapatos de Finch, vestirnos de su piel, caminar en él, con él y como él, experimentar su ensueño particular, su perspectiva del mundo, para superponerla a la nuestra. Ponerse en el lugar del otro, coparticipar de su personal ilusión de movimiento en movimiento es una fuente de sabiduría y una forma de aprender a ser mejores como seres humanos.

Nunca podremos volver a Manderley. Lo que sí podemos es ensoñar aquellos muros, sus senderos ocultos entre la maleza y sus habitaciones prohibidas: contemplar el retrato de Rebecca y sentirnos pequeñísimos e ínfimos cómo Joan Fontaine en su papel de nueva señora de Winter. Esto sí podemos hacerlo, y es algo muy valioso; porque la desgracia de aquella jovencita enamorada de Lawrence Olivier que luchaba contra el recuerdo de otra mujer la haremos nuestra, siquiera por un par de horas. Esto es ilusión.

Ilusión es llamarse Guido Orefice, ser un personaje, un papel, y ser interpretado por Roberto Benigni: ilusión es hablarle a un niño con aquel brillo en los ojos, a tu hijo, por ejemplo, para decirle con entusiasmo que la vida es bella, y que a pesar de que unos uniformes grises se obstinan en desplegar sus sombras en el campo de exterminio, todo es un juego. Eso también es ilusión.

Ilusión es llamarse Luke Skywalker y tener dieciocho años y ser granjero, y empuñar un sable láser de luz azul, y echarse la manta a la cabeza para viajar a Alderaan al rescate de una princesa en cierto Halcón Milenario junto a dos androides, un anciano, un mercenario, un felpudo con patas y ninguna pregunta a contestar. Si esto no es ilusión...

Ilusión es sentirse capaz uno de encontrarle una cura química a la catatonia, como el neuropsiquiatra interpretado por Robin Williams en Despertares, y sentir la exultación que debió sentir el propio Oliver Sacks cuando sus pacientes emergían a la superficie de la vida y la consciencia siquiera por unas cuantas semanas. Ilusión es esto.

Ilusión son tantas cosas...

Ilusión es ver a Björk en Bailar en la oscuridad cantándole al viento en la escena del vagón de tren, compartir su emoción al explicarle a un amigo lo que sintió la noche de su primera cita.

Ilusión es contemplar a George Bailey, James Stewart, feliz de la vida a pesar de la quiebra de un banco, y verle regresar a casa por Navidad dando gritos de júbilo mientras cruza Bedford Falls para reencontrarse con mi adorada Donna Reed en mitad de la noche.

Ilusión es la pasión por la existencia de Burt Lancaster en El hombre de Alcatraz, su dedicación al estudio de lo ínfimo, incluso a través de los barrotes de una prisión; todo gracias a la fuerza milagrosa de un simple pajarillo.

Ilusión es la obstinación de un pobre anciano analfabeto que se cruza los Estados Unidos sobre una cortadora de césped en Una historia verdadera, todo para reconciliarse con aquel hermano suyo, Harry Dean Stanton, con el que lleva media vida sin hablarse.

Por último, ilusión es estar viendo en pantalla grande Thelma y Louise o Pulp Fiction o Gran Torino y no desear que se acaben, y, tras acabarse, salir de la sala de cine y hacer la cola de nuevo para volver a verlas otra vez.


Dos horas, más o menos, dura una película.

No creo que existan en este mundo otras ilusiones derivadas del arte más económicas que las que aporta el Cine. No me refiero, por supuesto, a la cuantía de una entrada en sí, a lo que pagamos en la taquilla, sino a la relación coste-beneficio en términos de tiempo que le supone al espectador incorporar una determinada película a su vida. Pensémoslo de esta forma: ahí fuera, además de aquella Verdad de la que hablaban Mulder y Scully, nos esperan alrededor de 10.000 novelas que realmente merecen la pena ser leídas. Novelas de verdad. Como mucho, siendo disciplinados lectores y dedicándole un mínimo de cuatro de horas al día a este hábito, circunstancia harto complicada, podremos disfrutar a lo largo de nuestra vida de 3000 de esos libros. Extrapolemos ahora el cálculo al Séptimo Arte: aproximadamente, 10.000 películas que realmente merecen la pena ser vistas nos esperan ahí fuera. Películas de verdad. Poniéndonos a ello a razón de una película por día, podríamos acceder a la totalidad de esos 10.000 films... ¡en sólo tres décadas! Lo que suponía: una magnífica relación coste-beneficio la del Cine, si hablamos en términos de meses, semanas o años. Hablo por medio de hipérboles, claro, para que se me entienda: no estoy sugiriendo la supremacía del Cine frente a la Literatura, ni que sea preferible dedicarle más tiempo a un arte que a otro.

Al final, encontrar tiempo para todas las artes es el verdadero Arte.

Lo que sí digo es que si queremos incorporar al vértigo de nuestra vida moderna el hábito de "meterse en la piel de otro y caminar dentro de ella", es decir, de ensoñar ilusiones a 24 fotogramas por segundo, el Cine es, probablemente, la forma más eficaz de conseguirlo.

José Manuel Albelda

José Manuel Albelda nació en Madrid en el año del estreno de THX1138, "Muerte en Venecia y La naranja mecánica. Es periodista y está especializado en la dirección de documentales y reportajes de largo formato. Ha presentado y dirigido programas radiofónicos de crítica de cine y disecciona la Historia del Séptimo Arte en decenas de rebanadas dentro del blog La vuelta al cine en diez películas.

Ha impartido cursos y masters en varias universidades de Madrid y actualmente es miembro de la Academia de Televisión. Ha escrito, dirigido y estrenado un par de obras de teatro, El casting y La película de tu vida, y desde 2001 (es casualidad la fecha, coincidente con el nombre de su película favorita) compone bandas sonoras para cortos y cabeceras de televisión. Actualmente está escribiendo una novela titulada El paciente cinéfilo.

Kubrick, Wenders, Tarkovski, Ozu, Kurosawa, Dreyer, Truffaut, Hitchcock, Ford y Lang, le han enseñado a desconfiar de la impostura en el Séptimo Arte y a discriminar la paja del grano.

Ama el sonido de su Fender Stratocaster casi con la misma intensidad que La palabra, Los siete samuráis y La delgada línea roja.

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