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18 de marzo de 2013

La Jetée: recuerdos de un futuro pasado

por José Manuel Albelda


Viajar en el tiempo, ¿acaso hay quien no lo sepa?, provoca un agudo dolor. En mi vida, tres veces he experimentado ese angustioso ahogo del tránsito: la primera vez con Je t'aime, je t'aime (Alain Resnais, 1968); después, no menos intensamente, con Primer (Shane Carruth, 2004); por último, y de forma más agónica que en las dos ocasiones precedentes, con La Jetée (Chris Marker, 1962).

¿Se puede viajar al pasado -y cambiar los acontecimientos ya vividos- mediante un estado de conciencia alterado e inducido, por ejemplo, por medio de inyecciones intravenosas de psicotrópicos? Como Chris Marker, yo afirmo que sí se puede.

Después de la Tercera Guerra Mundial es bien sabido que los supervivientes de la ciudad de París tuvieron que refugiarse en el subsuelo coexistiendo con las ratas y los insectos durante un periodo ciertamente maléfico: porque fueron decenas de miles los desdichados que quedaron reducidos a una miserable existencia subhumana. Lo que no es tan conocido es que algunos de aquellos sobrevivientes, los que poseían cierta erudición en Física y en Farmacología, desesperados ante un destino que les sentenciaba a permanecer prisioneros como espectros en sus sepulcros, realizaron por su cuenta y riesgo osados experimentos con el fin de obtener un método, un resquicio, un resorte que les permitiera desplazar a un hombre, uno siquiera, a través del Tiempo: hasta el pasado, tal vez hasta el futuro, hacía donde fuera con tal de alejarse del presente maldito, cualquier cosa con tal de obtener un modo de evadirse de su condena de podredumbre.


Uno de los conejillos de indias empleados en aquellos ensayos fue el protagonista de La Jetée; no se trataba de un hombre cualquiera sino más bien de un ser singular, un auténtico prisionero de sí mismo, porque es conveniente conocer que nuestro protagonista es, sobre todo, una infortunada criatura que desde niño vive obsesionada por una extraña imagen que le persigue, una imagen que no entiende y que presenció, un día ya lejano, en un muelle del parisino aeropuerto de Orly.

Este argumento relatado en La Jetée, diga lo que diga el propio Chris Marker, no está construido en forma de simple fotonovela (si bien es cierto que el 99 por ciento de los planos de la película son fotografías estáticas, a excepción de la hipnótica secuencia en la que observamos el rostro bellísimo de Hélène Chatelain envuelto en una vaporosa sonrisa que podría rivalizar en misterios con la mismísima Gioconda).

Afirmo que La Jetée no es una fotonovela porque a pesar de los instantes congelados que conforman su metraje, cercano a la media hora de extensión, sus imágenes, aparentemente detenidas en porciones de eternidad, contienen tanto o más movimiento interno que si la cinta hubiera sido rodada a 24 fotogramas por segundo: esta ausencia de estatismo la confiere su montaje, en efecto, sinuoso y más ágil de lo que pudiera parecer a pesar de su cadencia, pero la consigue, sobre todo, la intensidad de cada uno de los encuadres y la elección exacta de las fracciones de instantes extraídos. Esta cualidad fílmica, como afirmaría en sus apuntes el creador de Solaris y Sacrificio, es lo que bien podría denominarse esculpir en el tiempo.


A pesar de que suela catalogarse como tal, me parece que La Jetée no es tanto un filme de ciencia ficción cuanto una parábola aterradora acerca del significado de la existencia humana y de uno de sus secretos más terribles, a saber: que todo hombre intuye en algún momento de su niñez aquel instante futuro de su propia muerte; ésta verdad, a primera vista insoportable si se nos presenta desnuda, es decir, en forma de visión tal y cómo le sucede al protagonista de La Jetée, podemos tolerarla, no obstante, gracias al flujo inexorable que experimentan las personas comunes alrededor de la mayor de las ilusiones que el ser humano ha concebido, la tramoya invisible que conforma el devenir de la Historia y que hemos venido en denominar tiempo. Tiempo. Dicho de otro modo: sobrevivimos a la intuición de nuestro propio final gracias a la efusión en sucesivas oleadas, de horas, de días, de semanas, de meses y de años que poco a poco sedimentan en nuestra memoria.

Como cuando miramos a un abismo y éste nos devuelve la mirada, todo en La Jetée es fatalidad y tristeza; como cuando experimentamos pesadillas lúcidas, todo en La Jetée es descenso, como cuando los paranoicos zozobran en delirios estructurados y conscientes: los rostros de los seres subterráneos, el vértigo de los viajes al ayer, la melancolía de los reencuentros intermitentes con la amada, los relámpagos del futuro, la sospecha constante de un despertar abominable. Sí, todo en La Jetée es abismo, y todo en La Jetée es amargura porque áspero como la hiel es el sabor de su bucle inevitable, su espiral. Todo en La Jetée es verosimilitud, plausibilidad, certeza, como si sus instantes detenidos para siempre configuraran un viejo documental en blanco y negro, perfecto, clásico como pocos, magnífico como ninguno, un documental elaborado a partir una bibliografía enciclopédica y acreditada. Finalmente, todo en La Jetée es verdad, porque por primera y única vez en la vida y obra de aquel creador maldito y genial que fuera Chris Marker, éste, como si tal cosa, delineó con el pincel de su ficción probable lo que no eran sino trazos de un futuro pasado.
  • La Jetée

  • Título original:
    La Jetée

  • Dirección:
    La Jetée

  • Año de producción:
    1962

  • Nacionalidad:
    Francia

  • Duración:
    29

  • Género:
    Ciencia ficción

  • Fecha de estreno en España:
    1962-02-16

José Manuel Albelda

José Manuel Albelda nació en Madrid en el año del estreno de THX1138, "Muerte en Venecia y La naranja mecánica. Es periodista y está especializado en la dirección de documentales y reportajes de largo formato. Ha presentado y dirigido programas radiofónicos de crítica de cine y disecciona la Historia del Séptimo Arte en decenas de rebanadas dentro del blog La vuelta al cine en diez películas.

Ha impartido cursos y masters en varias universidades de Madrid y actualmente es miembro de la Academia de Televisión. Ha escrito, dirigido y estrenado un par de obras de teatro, El casting y La película de tu vida, y desde 2001 (es casualidad la fecha, coincidente con el nombre de su película favorita) compone bandas sonoras para cortos y cabeceras de televisión. Actualmente está escribiendo una novela titulada El paciente cinéfilo.

Kubrick, Wenders, Tarkovski, Ozu, Kurosawa, Dreyer, Truffaut, Hitchcock, Ford y Lang, le han enseñado a desconfiar de la impostura en el Séptimo Arte y a discriminar la paja del grano.

Ama el sonido de su Fender Stratocaster casi con la misma intensidad que La palabra, Los siete samuráis y La delgada línea roja.

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