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15 de octubre de 2015

El Club

por Andrés Robles

Ahora que llega la temporada de lluvias, me van a permitir meterme en un charco sin botitas de agua y con los dos pies al unísono: ¿han pensado alguna vez lo cómodo que es ser católico? Uno puede cometer cualquier tropelía y salir impune. Sólo tiene que arrepentirse, confesar el pecado y rezar los Ave María prescritos. Fácil y rápido. Pero qué ocurre si eso no es suficiente. Si en el camino se dejan víctimas que necesitan ser resarcidas.

Si el verdugo no siente que haya hecho algo reprobable y la culpa, elemento vital del sistema, no aparece por ningún lado. En el caso de que el estropicio venga de sus propias filas, la solución de la Santa Madre Iglesia es aún más sencilla: adopta el comportamiento del avestruz o del niño que al cerrar los ojos cree que dejan de verlo, ocultando sus vergüenzas y dando la callada por respuesta. Problema resuelto. Aquí paz y después gloria. Si no se habla de algo es porque no existe.


Eso era al menos lo que habíamos visto hasta el estreno de El club (Chile, 2015), cinta en la que Pablo Larraín nos muestra que la cosa es aún peor. Que existen casas que son como grandes alfombras bajo las cuales esconder, sin condena alguna, toda la mierda que pueda poner en entredicho al Vaticano. Casas costeadas con esa x que cada primavera se nos pide que tachemos en la declaración de la renta. Casas que son más terroríficas que la de Amityville porque no contienen fantasma ni ente paranormal alguno, sino monstruos terrenales y destrozavidas cuyo ostracismo incluye manutención y cuidados.

Con las hechuras y el pulso malrollero de Haneke, el director de No va sacando a relucir, poco a poco y sin prisas, las miserias de unos curitas descarriados y una monja cínica y perturbadora -espectacular Antonia Zegers cuya mueca congelada pone el vello de punta- convenientemente olvidados en una de esas prisiones de lujo con vistas al mar y régimen abierto.

Potente materia prima -real aunque no queramos creerlo- a la altura del resultado final, pese a que era fácil meter la pata. Larraín podría haber caído en la tentación de ser efectista. Un par de flashbacks con la vida anterior del quinteto atroz y el morbo telefilmero estaría servido. Pero no. El chileno, desde el sarcasmo y sin renunciar a unas gotas de humor negro -uno a veces no puede evitar reírse pero con esa risa nerviosa del no saber muy bien si debe o no hacerlo-, se abstiene de regodearse en el pasado para su propio beneficio, y se limita a contar la impunidad con la que viven el presente sin recurrir en ningún momento al panfleto maniqueo. Es más, deja que sus personajes se expliquen, porque sabe que tales explicaciones hablan por sí solas y son la principal prueba condenatoria en un hipotético juicio. Eso y la exposición de la vida arrasada y el Síndrome de Estocolmo de uno de los damnificados, que al verbalizar de manera explícita y en forma de soniquete a lo largo de todo el metraje los abusos recibidos, hace que uno se estremezca de horror.

El club es una película áspera, incómoda, dolorosa como la actitud de esa Iglesia a la que retrata. Una película que absorbe y cala como la peor de las pesadillas.
  • El Club

  • Título original:
    El Club

  • Dirección:
    El Club

  • Año de producción:
    2015

  • Nacionalidad:
    Chile

  • Duración:
    98

  • Fecha de estreno en España:
    2015-10-09

Andrés Robles

Paisano de Lola Flores y Bertín Osborne - ahí es nada -, Andrés Robles nació el año en que Superman alzaba el vuelo en la gran pantalla. Asegura que uno de sus primeros recuerdos de infancia es la visión de una serpiente atravesando el tacón de Marion en el Pozo de las Almas y nunca ha entendido del todo qué le ve la gente a esa galaxia "muy, muy lejana".

Licenciado en Historia del Arte y especializado en Patrimonio y Gestión Cultural - tiene hasta un máster el muchacho -, dedica todas las horas que puede a esa pasión que comenzó en un cine de verano viendo a un arqueólogo con látigo y sombrero. Desde entonces no concibe una existencia sin salas oscuras y celuloide.

Como buen crítico de cine, nunca ha escrito ni dirigido nada, y se limita a destruir el trabajo que otros han realizado con toda su ilusión - a veces hace alguna reseña buena, pero son las menos -.

Habiendo conseguido fama, fortuna y gloria hablando de lo que no sabe en esta santa casa, sus próximos objetivos vitales son tener el pelazo de Carlos Pumares y la mala uva de Carlos Boyero.

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