crónica

24.09.2018

Concheando 2018. Crónicas desde San Sebastián. Primeros días

por Andrés Robles

A buen seguro ni se hayan percatado, teniendo como tienen esas vidas cuajaditas de quehaceres y siendo como son, por qué no decirlo también, un poquito descastados, pero hace ya bastante que no frecuento esta casa todo lo que me gustaría. Tal ha sido mi ausencia que incluso les eximí de leer mis avatares en el Festival de Málaga, certamen al que no asistí este año en aras de contentar, acompañándolo a Lisboa, a un marido que entre sus muchas virtudes tiene una rareza, el ser eurofan.

Y sin embargo, por muchas obligaciones conyugales y alguna laboral que servidor tenga, lo que jamás perdonaré mientras mis fuerzas y la inconsciencia de mi jefe me lo permitan, son estos diez días de cine que Donostia me regala anualmente. Así que aquí me tienen, resurgiendo de entre los muertos cual Kim Novak de pacotilla para contarles cuanto dé de sí la 66 edición del Zinemaldia.



Una inauguración descafeinada

Se está convirtiendo en una peligrosa costumbre que el arranque de la Sección Oficial resulte decepcionante, y es que, tras La doctora de Brest e Inmersión, le ha tocado a la argentina El amor menos pensado continuar con la mala racha de inauguraciones olvidables.

Ricardo Darín y Mercedes Morán protagonizan el debut en la dirección del productor Juan Vera -El hijo de la novia-, una comedia agridulce, reflexiva y un poquito ñoña, sobre una pareja que ve como, tras la marcha de su retoño, la vida en común deja de tener sentido. Ni sus diálogos -bastante bien escritos aunque a veces se crean más profundos de lo que son-, ni su inspirado casting, logran paliar la sensación de estar ante una película vista mil veces, que sólo consigue despuntar cuando coquetea con el disparate en un par de secuencias realmente divertidas.

Los españoles salvan los muebles

A la espera de que el miércoles -martes para la prensa- se estrene el esperado nuevo trabajo de carlos Vermut, tanto Icíar Bollaín como Rodrigo Sorogoyen han rayado a gran altura, suponiendo sus cintas lo mejor con diferencia de una competición que por lo demás está resultando bastante mediocre.

La directora del El olivo aborda en Yuli la figura del bailarín cubano Carlos Acosta sin caer en el error común de los (malos) biopics, que con demasiada frecuencia lo confían todo a la relevancia del retratado. Ninguna vida, por muy sugerente que sea su propietario, resulta interesante al cien por cien y, conocedora de ello, Bollaín arriesga recurriendo a la danza para contar no pocos pasajes y focaliza su relato en la relación con un padre obcecado en que su hijo desarrollara un talento que no deseaba tener. El resultado es una obra delicada y conmovedora que me hizo derramar alguna que otra lagrimilla porque, aunque no lo crean, uno tiene su corazoncito -también podría deberse a que tamaño madrugón un domingo enternece al más pintado, pero prefiero pensar lo primero-.



Y de lo elevado del arte a las pocilgas de la política. Calculadamente abstracta en su reflejo de la corrupción para que el espectador juegue a imaginar la persona detrás de cada personaje, lo más descorazonador de El reino es darse cuenta de la larga lista que uno tiene para escoger en esta España nuestra de chanchullos y mordidas. Sorogoyen, que vuelve a probar suerte tras ganar hace un par de años el premio al mejor guion por Que Dios nos perdone, firma un adictivo thriller cuyo ritmo endiablado le deja a uno pegadito al asiento. Mucho acierto hay en ese libreto que logra lo imposible: hacer que vayamos a muerte con un protagonista -magnífico Antonio de la Torre- sospechosamente parecido a cierto tesorero aficionado al material de papelería y la contabilidad creativa.

Andrés Robles

Paisano de Lola Flores y Bertín Osborne - ahí es nada -, Andrés Robles nació el año en que Superman alzaba el vuelo en la gran pantalla. Asegura que uno de sus primeros recuerdos de infancia es la visión de una serpiente atravesando el tacón de Marion en el Pozo de las Almas y nunca ha entendido del todo qué le ve la gente a esa galaxia "muy, muy lejana".

Licenciado en Historia del Arte y especializado en Patrimonio y Gestión Cultural - tiene hasta un máster el muchacho -, dedica todas las horas que puede a esa pasión que comenzó en un cine de verano viendo a un arqueólogo con látigo y sombrero. Desde entonces no concibe una existencia sin salas oscuras y celuloide.

Como buen crítico de cine, nunca ha escrito ni dirigido nada, y se limita a destruir el trabajo que otros han realizado con toda su ilusión - a veces hace alguna reseña buena, pero son las menos -.

Habiendo conseguido fama, fortuna y gloria hablando de lo que no sabe en esta santa casa, sus próximos objetivos vitales son tener el pelazo de Carlos Pumares y la mala uva de Carlos Boyero.

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