crónica

26.09.2018

Concheando 2018. Crónicas desde San Sebastián. Segundo round

por Andrés Robles

Si ayer hablábamos de lo poco bueno que nos había ofrecido la Sección Oficial, hoy toca repasar lo mucho olvidable que hemos visto. Quedan días, es cierto, pero mediada ya la edición -estamos a martes mientras escribo estas líneas-, la ausencia de una clara candidata a premio comienza a ser preocupante.

Tostones de época

Con silbidos ha acabado el pase de público de la austriaca Angelo. La cosa, todo sea dicho, no era para tanto, pero el personal no se ha tomado del todo bien que sus 111 minutos parezcan el triple tirando por lo bajo. Basada en hechos reales, la cinta aborda la vida de un africano que llegó a ser una atracción para la alta sociedad dieciochesca, circunstancia que su director, Markus Schleinzer, aprovecha para hablar del racismo pasado y presente -no en vano, dos momentos clave del film se desarrollan en un decorado marcadamente contemporáneo en contraste con el resto del metraje-. Se agradece la intención, pero su falta de intensidad y su ritmo nulo hacen que el aburrimiento le gane la batalla al mensaje.



Aunque el farolillo rojo se lo lleva sin duda la coproducción franco portuguesa Le Cahier noir (The black Book), un folletín de época sobre un huerfanito y su cuidadora que perpetra, con nocturnidad y alevosía, Valeria Sarmiento. Su cuidada dirección artística y su fotografía resultona son lo único destacable de una cinta que huele a rancio se mire por donde se mire. Acartonadas son las interpretaciones, acartonado su guion, con diálogos, situaciones y entradas en escena de personajes dignas del peor culebrón venezolano, y acartonada es esa voz en off machacona e irritante que se limita a contar lo que uno ya está viendo en pantalla. Un despropósito de difícil encaje no ya en la competición de un festival de primera como este, sino en cualquier otra cosa que no sea un apolillado vídeo Betamax.

De modernos y crípticos

En el lado opuesto del academicismo extremo de Sarmiento está la pretendida modernidad de Peter Strickland, un tipo que hace las delicias de los críticos más "hipstéricos" del lugar pero cuya película a servidor le ha parecido una broma de mal gusto. Que sí, que pillo la metáfora -bastante facilona por cierto, que no se venga nadie arriba- sobre el consumismo. Que sí, que también veo el homenaje al exploitation sesentero. Pero es que, ni jamás le pillé el punto a Jess Franco, ni me parece que la gamberrada de un traje asesino que le jode la vida a todo el que se lo planta tenga demasiado recorrido. De hecho algo parecido debe pensar su director cuando a mitad de película cambia radicalmente de protagonista porque ve que el asunto no le da para más. En la Semana del Terror In Fabric habría quedado monísima, aquí su único interés es ver la cara que se les debe haber quedado a las señoras que copan los pases matutinos del Victoria Eugenia.



Y de una metáfora que podría entender hasta un niño de parvulario a otra, la de Rojo, para la que noto que me falta contexto -no me digan que hoy no estoy para comerme hilando pelis-. Intuyo que Benjamín Naishat está diciendo mucho más de lo que yo veo en pantalla, sospecho que cada acto del abogado interpretado Darío Grandinetti apela al clima de violencia y represión imperante en la Argentina de los setenta, por pero sólo logro vislumbrar la punta del iceberg de esa alegoría sobre la dictadura y me quedo con la sensación de estar ante un film demasiado disperso, ante un relato inconexo en el que no logro entrar.

Andrés Robles

Paisano de Lola Flores y Bertín Osborne - ahí es nada -, Andrés Robles nació el año en que Superman alzaba el vuelo en la gran pantalla. Asegura que uno de sus primeros recuerdos de infancia es la visión de una serpiente atravesando el tacón de Marion en el Pozo de las Almas y nunca ha entendido del todo qué le ve la gente a esa galaxia "muy, muy lejana".

Licenciado en Historia del Arte y especializado en Patrimonio y Gestión Cultural - tiene hasta un máster el muchacho -, dedica todas las horas que puede a esa pasión que comenzó en un cine de verano viendo a un arqueólogo con látigo y sombrero. Desde entonces no concibe una existencia sin salas oscuras y celuloide.

Como buen crítico de cine, nunca ha escrito ni dirigido nada, y se limita a destruir el trabajo que otros han realizado con toda su ilusión - a veces hace alguna reseña buena, pero son las menos -.

Habiendo conseguido fama, fortuna y gloria hablando de lo que no sabe en esta santa casa, sus próximos objetivos vitales son tener el pelazo de Carlos Pumares y la mala uva de Carlos Boyero.

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