opinión

14.09.2011

El nuevo orden mundial

por Manu Santaella

Durante décadas, el cine y la televisión nos ha vendido continuamente el concepto de “popularidad” envasado en packagings elaborados y atractivos: lo “bonito” vende; todos queremos ser “hermosos”. En el caso de productos protagonizados por adolescentes o jóvenes, esto era más que un mandamiento: los protagonistas eran gente como James Dean (Jim Stark en Rebelde sin causa) o John Travolta (Danny Zuko en Grease). Y este modelo se exportaría también a la televisión, donde series como Sensación de vivir (1990) o Salvados por la campana (1989) estarían protagonizadas por gente “guapa”, dejando a las clases medias y bajas de popularidad (los no-guapos y, más específicamente, los “cuatro-ojos”) un papel residual, con personajes como Andrea o Screech, respectivamente.

No obstante, había series en las que los anti-populares tenían un espacio de protagonismo importante, el cual se iban ganando progresivamente a medida que avanzaba la serie. El irritante y estridente Steve Urkel, en Cosas de casa (1989) y el pseudofriki Carlton Banks, primo de Will Smith en El príncipe de Bel-Air (1990), eran dos de los ejemplos más evidentes. Eso sí, no terminaban de dar el salto: su existencia estaba condicionada a la luz de las estrellas, como una luna que refleja los rayos del sol pero no es en sí misma capaz de iluminar.

Y entonces llegó Harry...


Así las cosas, en 1997, una tal J.K. Rowling publica un libro, previamente rechazado por diversas editoriales, titulado Harry Potter y la piedra filosofal. ¿Y qué tenía de especial este libro? Pues, entre otras cosas, que estaba protagonizado por un niño de 11 años de edad, huérfano, cuyo físico no destacaba y que, señoras y señores, ¡tenía gafas! ¡Sí, sí, con gafas y todo! No era como Clark Kent, que para convertirse en Superman tenía que deshacerse de ese “impresionante” disfraz que eran sus gafas; ni como Peter Parker, que una vez que consiguió sus extraordinarios poderes recuperó su visión... No, en esta ocasión, el héroe seguía siendo miope y ¡orgulloso de ello!

Antes, para ser un superhéroe, había que desprenderse de las gafas.
Antes, para ser un superhéroe, había que desprenderse de las gafas.


Es fácil comprender una de las razones de por qué este personaje caló rápidamente entre niños y jóvenes de todo el mundo. Por una vez, el héroe tenía los atributos físicos, tanto para bien como para mal, de un chico normal. Una persona que, por apariencia, estaba destinada a formar parte, con suerte, del grupo de los que pasan desapercibidos en el colegio, se convertía en el “elegido”: como Jesucristo, como Mahoma, como Anakin Skywalker o como cualquier otro personaje que ha estado en el génesis de una religión. “Es uno de los nuestros.”

...Y los frikies tomaron el poder


Sin ser Harry Potter un frikie (de hecho, tiene los rasgos del chico popular “clásico”: rebelde, orgulloso, algo broncas, bueno en el deporte estrella, no muy buen estudiante), su representación icónica, o sea, básicamente, sus gafas, puede que haya sido uno de los factores más importantes para que los antes conocidos como “raros” se hayan ganado un importante espacio en la parrilla televisiva ?aunque de momento, sólo en el formato sitcom. Veamos dos ejemplos en jóvenes adultos (The IT Crowd, The Big Bang Theory) y otros dos en adolescentes (The inbetweeners, Tiempos duros para RJ Berger).

Moss versus Sheldon

Tanto en la británica The IT Crowd (2006) como en la norteamericana Big Bang (2007) nos encontramos con auténticos frikies (por cierto, término que todavía no ha acuñado la RAE, que prefiero inclinarse por “muslamen”): aspecto físico, vestimenta, juegos de rol, ordenadores, sentido del humor, incapacidad para relacionarse con el entorno (sobre todo si son mujeres), situaciones disparatadas y, quizás lo mejor, dos personajes de pata negra: en la británica tenemos a Moss y en la americana, a Sheldon Cooper. Si no existieran, habría que inventarlos.

¿Se puede ser más grande?... (Moss, The IT crowd, arriba). Pues puede que sí: Sheldon (Big Bang, derecha abajo), en su
¿Se puede ser más grande?... (Moss, The IT crowd, arriba). Pues puede que sí: Sheldon (Big Bang, derecha abajo), en su "sitio", pueda igualar a Moss. La cara de Leonard (izquierda, abajo), un fiel reflejo de su personaje.


Si los británicos utilizan un humor más a lo Monty Python, los estadounidenses se decantan por uno, por decirlo así, más de manual. Las temporadas de The IT Crowd constan de seis episodios, mientras que Big Bang se va hasta los veintipocos (salvo en la primera temporada). En la serie británica la trama general carece de la importancia que tiene en la americana. Por supuesto, en The IT Crowd sería impensable que hubiera una Penny, la vecina rubia guapa que fue animadora en el instituto en Big Bang. Para no perdernos en más detalles, diremos que la moralina y “dignidad” propia de los americanos tampoco forma parte de la esencia británica, más predispuesta a que sus personajes sean completamente ridiculizados y expuestos ante la cámara.

Y por si no lo habíamos dicho, la búsqueda de sexo forma parte fundamental de ambas (y hay que señalar que no ligan poco).

The inbetweeners y Tiempos duros para RJ Berger: pardillos con don


Si bajamos en edad, también vemos que los pardillos son protagonistas principales en la inglesa The inbetweeners (2008) y la estadounidense Tiempos duros para RJ Berger (2010). La mayor parte de las diferencias indicadas para The IT Crowd y Big Bang son válidas y aplicables también en estas dos series.

Aquí, el sexo forma parte de forma más explícita de la trama. Los personajes están completamente obsesionados con follar, si bien con poco éxito; pero no menos importante son en estas series el concepto de “popularidad” (aceptación y aplauso que alguien tiene en el pueblo, según la definición de la RAE), la cual persiguen los protagonistas con pésimos resultados. El producto americano, de la MTV, tiene la peculiaridad de que el freak está megadotado, si bien ese factor será explotado en contadas ocasiones. RJ Berger, al igual que Leonard en Big Bang, tiene la cabeza perdida por una rubia: la popular Jenny Swanson, a la que acabará conquistando (éste es el momento en el que nos quedamos dormidos). En cuanto a particularidades de la serie: los padres swingers del protagonista y el fragmento ilustrado que en cada capítulo narra una anécdota cómica son las más destacadas.

Will McKenzie, protagonista de uno de los mejores (?)
Will McKenzie, protagonista de uno de los mejores (?) "polvos" de la historia de la televisión.


Pero si hablamos de pardillos, lo de The inbetweeners verdaderamente merece un reconocimiento aparte. Si el protagonista de RJ Berger tiene siempre en la cabeza el “hacer lo correcto”, los de la serie británica lo único que intentan es “arrimar la cebolleta” cueste lo que cueste. La serie empieza con la llegada de Will McKenzie, un frikie procedente de un colegio privado que va al instituto con un maletín y unos modales estirados, y su acercamiento al que será su grupo de amigos (con esas amistades, no te harán falta enemigos): Jay Cartwright, un fantasmón que va alardeando constantemente de sus imaginarias conquistas sexuales; Neil Sutherland, escatológico y bastante corto de entendederas, y Simon Cooper (ya tenemos aquí el apellido), el “normal” del grupo y el chaval más inseguro del planeta, que ya es decir.

"¡Cómo te enseñe lo que tengo entre las piernas se te quitarán las ganas de reírte de mis pintas!"


La búsqueda de fiesta y tías de estos cuatro “personajos” darán lugar a toda una serie de aventuras que, inevitablemente, acabaran en la humillación de alguno o varios de ellos (casi siempre Simon). Jay se erige en el cerebro de la mayoría de planes infructuosos y como el elemento que acabará ejerciendo la suficiente presión social como para que sus compañeros terminen poniéndose en situaciones comprometidas. En The inbetweeners, la humillación no conocerá límites y la cámara siempre estará dispuesta a exponer situaciones que pueden llegar a provocar vergüenza ajena: que pillen a Jay masturbándose en una habitación de una residencia en la que hay una anciana; que a Simon le meta una paliza un niñatillo mientras una chica le está haciendo una paja en una fiesta, o que Will se cague en los pantalones mientras hace un examen (tras haberse pasado la noche despierto a base de Red Bulls), son un mínimo compendio de todas barbaridades de las que seremos testigos.

Por cierto, ya hay película para esta serie y su estreno está previsto para enero de 2012 en España.

Popularidad, madres y gafas

En una sociedad en la que personajes como Steve Jobs o Bill Gates son referentes constantes, en el que todo se ve condicionado por el desarrollo de Internet y las redes sociales por jóvenes frikies como Zuckerberg, Page o Brin, no era de extrañar que, finalmente, esta situación tuviera un reflejo también en la pequeña pantalla. Este “nuevo orden” se centra en los varones, de hecho las chicas que no sean agraciadas físicamente, aparecen en este tipo de series con papeles residuales; y paradójicamente, si lo interpretáramos en clave psicoanalítica, aunque las mujeres sigan teniendo la consideración de objeto de deseo en su forma clásica, se podría decir que estas series suponen un cambio de un modelo patriarcal a uno matriarcal, en el que los “héroes”, en el fondo, siempre están buscando complacer a sus madres, a las cuales les une un vínculo del que no pueden, ni quieren, desprenderse.

En fin, que parece que ahora las gafas son un símbolo de ser un “guay” (con todas las comillas del mundo): Leonard, Moss, Will o RJ Berger se han convertido en protagonistas principales de series de éxito, algo que resultaría impensable hace apenas una década. Lo malo es que no sabemos cuánto durará, hacia dónde evolucionará (¿entrarán en el drama una vez que La red social ha puesto la pica en Flandes?) y los posibles daños colaterales: de momento, el presentador de Sálvame (o cómo se llame ahora ese programa) también las usa por motivos de popularidad. A fin de cuentas, no hay gloria sin mierda.

P.D. No hemos querido utilizar términos como “empollón” o nerd (y otros términos anglosajones) por considerarlos demasiado específicos; preferimos ser más genéricos y ambiguos.

P.D. 2 “I´m sorry. I´m really sorry. I´m sorry.” Simon Cooper, The inbetweeners, cuarto capítulo de la segunda temporada.
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